Arrog: un mensaje de esperanza ante lo inevitable8 min read

La primera vez que supe de la existencia de Arrog fue un par de meses antes del verano, leyendo un pequeño artículo en la Edge. Este corto texto, de apenas un par de párrafos de extensión, avanzaba que el título estaría dibujado a mano siguiendo un estilo artístico monocromático muy llamativo. Para ilustrarlo, un frame del juego a página completa que referenciaba a los Tres Monos Sabios (San Saru en japonés) de Hidari Jingoro y una promesa: innovar en la representación de la vida y la muerte y romper con la oposición entre estos dos conceptos. Sin duda una propuesta sugerente que, como podréis imaginar, me hizo saltar todas las alarmas. «Ojo con este», pensé, «no pinta malote». Tras apuntarlo en mi —casi literalmente— kilométrica lista de juegos pendientes, lo perdí de vista un tiempo. No fue hasta que DeVuego Latam se empezó a cocinar que, informándome sobre estudios latinoamericanos, la imagen que encabeza este análisis volvió a cruzarse ante mis ojos. Bajo esta, el nombre de un estudio peruano, LEAP Game Studios, y el de su entonces próximo proyecto, Arrog.

Y el flashback termina aquí, un miércoles a las tres de la madrugada, conmigo habiendo completado el juego hará unos veinte minutos y pensando en cómo todo contribuye a transmitir su mensaje sin necesidad de articular palabra alguna. En lo jugable, por ejemplo, esta pildorita de arte interactivo se plantea como una especie de aventura point and click, donde vamos encontrando pequeños puzles que, al estilo de obras como Chuchel o KIDS, se resuelven interaccionando con el escenario. Son pequeños minijuegos muy pulidos y bien pensados donde la primera parte del reto consiste en descubrir con qué se puede interactuar, y la segunda en hacerlo de la forma correcta para resolver la situación planteada. En parte por este diseño tan dado a la experimentación con diferentes ideas y en parte por su corta duración —unos 30 minutos en mi caso, teniendo en cuenta que me he parado varias veces a tomar notas mientras lo jugaba—, Arrog es un juego que en todo momento se siente fresco, atrevido e inspirado.

De esta forma, con estos rasgos generales, el juego empieza a plantear su mensaje desde el principio. Nada más comenzar, tras un par de escenas introductorias, oscuridad. La pantalla está cubierta de negro, aunque se escucha cómo llueve. Al poco tiempo, esa lluvia se hace visible, revelando también una pequeña figura humanoide que, bajo el chaparrón, empieza a moverse. Entonces se inicia el primer minijuego, uno especialmente inspirado donde completar un caminito que une estrellas en el cielo. Haciéndonos elegir qué segmento de los que disponemos encaja mejor en el hueco que presenta la línea del firmamento, Arrog plantea una metáfora sencilla pero eficaz. Este camino representa la vida de nuestro personaje y, al igual que en esta, lo que comienza con un recorrido sencillo, casi rectilíneo, se va complicando y enredando, dando vueltas que hacen las elecciones más complicadas, pero siempre sin dejar de avanzar. Así, al final, el muñequito deja de moverse. La luz que hasta ahora lo acompañaba se apaga, y es en ese preciso instante donde comienza el verdadero viaje.

A partir de este momento el juego empieza a hablarnos sobre la vida, la muerte, aquello que diferencia ambos conceptos, y el paso unilateral de la primera a la segunda. Y es aquí donde me gustaría pararme un momento, porque creo que este es el concepto que hace de Arrog una experiencia tan especial. Tradicionalmente, siempre hemos relacionado la vida con la luz y la muerte con la oscuridad. La primera, cálida y dicharachera, nos da la alegría de existir y de compartir nuestros momentos con la gente que queremos. La segunda, en cambio, nos lo arrebata de un plumazo para dejarnos frente a un muro de triste soledad. Sin embargo, esta es una percepción que se queda a mitad de camino. Egoísta, podría decirse. Porque si el hecho de morir tiene una connotación tan negativa —incluso tabú— es por los que se quedan, no por quien se va.

Arrog, como decía, nos presenta la muerte a través de las lentes de un fallecido, y lo hace invirtiendo esta simbología cromática. Los escenarios oníricos (y preciosos, todo sea dicho), que visita el protagonista en el más allá son blancos como la nieve, mientras que las escenas que el título nos muestra de aquellos que han quedado en vida se ven oscuras y con una atmósfera mucho más opresiva. En realidad, gran parte del contexto negativo que le damos a la muerte es porque no conocemos lo que nos espera una vez pasado ese umbral. Estar vivos nos es familiar, sabemos qué se siente. Aunque pueden pasarnos cosas terribles, ya lo dice el refrán: mejor malo conocido que bueno por conocer. Y por eso asociamos el camino de no retorno que supone el óbito con un aura tan negativa. En cuanto al protagonista, su situación es la misma, pero planteada al contrario. Lo que él conoce, donde él está, lo ve claro y con luz, mientras que la vida se nos muestra oscura porque ya no pertenece a ese lugar. De esta forma, los desarrolladores nos transmiten su visión de que, si bien la vida y la muerte son opuestos naturales, ninguna es mejor que la otra. Es una forma de demostrar que todo depende del punto de vista que se le aplica y de, al mismo tiempo, mandar un mensaje de esperanza.

Las escenas que visita el protagonista, lejos de cualquier representación con la que solemos asociar el más allá, se muestran cotidianas y, aunque siempre con un puntito de fantasía, sosegadas. Desde luego tienen mucho de metafórico e incluso de introspección —cada uno puede interpretarlos de forma más o menos libre en función de su condición—, pero todas coinciden en transmitir mucha paz. No cabe duda de que su diseño visual tan wholesome tiene parte del mérito, pero también es imperativo reconocer un diseño de audio que hace maravillas en la inmersión. Al iniciar el título, se nos recomienda jugarlo con auriculares, y creedme cuando os digo que, aunque la idea de levantarse de la silla para alcanzar los cascos puede provocar cierta pereza, el esfuerzo vale la pena. Así, más que una historia con inicio nudo y desenlace, Arrog pretende hacernos llegar una serie de reflexiones. No plasma conceptos literales ni concretos, sino un mensaje de aceptación y de tranquilidad ante lo inevitable.

No sé si a vosotros, estimados lectores, también os pasará, pero a mí me aterra la muerte. Solamente pensar en ella hace que me estremezca y empiece a encontrarme realmente mal. Y no es por miedo al dolor ni nada así, no. Es porque no soy capaz de asimilar que, después de todo, llega un punto en el que simplemente desapareces. No hay cabida para preguntarse qué se siente, porque no se siente nada. Uno deja de existir, se baja el telón y nuestra consciencia se desvanece para siempre. C’est fini. Es, de nuevo, el terror ante no saber qué nos espera, de no saber siquiera si nos espera algo. Os seré sincero. Llevo varios días posponiendo escribir este último párrafo porque no quería tener que enfrentarme a verbalizar todas estas ideas, pero tras releer lo que llevaba escrito, volver a jugar a Arrog y cambiar un par de detalles en el texto, me he sentido un poquito mejor. Desde luego que la impotencia y el temor siguen ahí, pero a la misma vez es muy difícil no contagiarse de la tranquilidad y la bondad con la que el juego nos dice que no hay motivos para tener miedo. No es, repito, una revelación definitiva que cambie radicalmente nuestra percepción —tampoco creo que algo así pueda existir—, pero sirve como un pequeño oasis de calma, un abrazo comprensivo al que acudir de vez en cuando. Cuando más lo necesitamos, Arrog es íntimo como la oscuridad más negra, y amable como una luz blanca y cálida, y yo solo puedo alegrarme de que una obra así exista.

Ambientólogo y camarero. Amante de lo japonés, los dinosaurios y la sanfaina con atún. Escribo y juego tumbado, normalmente desde Barcelona.

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